«Bohemia», de Francisco Villaespesa

(Francisco Villaespesa)

Detalle

De una taberna en el rincón oscuro
una noche de invierno,
en torno de una mesa discutíamos
unos cuantos bohemios.

Flotando en el ambiente, del tabaco
en la humareda envuelto,
el Dolor escanciaba en nuestras almas
el champagne de los lóbregos ensueños.

Y volando, cual negra mariposa,
de cerebro en cerebro,
la Neurosis fatídica extendía
sus membranosas alas de murciélago.

Hablábamos de lúgubres presagios
y fúnebres proyectos.

Salvador, el artista luminoso,
el de numen espléndido,
cantor de las lascivas bacanales,
de los azules cielos,
del sol, de los jardines florecientes
y los nupciales lechos
con doseles de rosas y jazmines,
donde el amante trémulo
de la virgen deshoja los azahares
y rasga el níveo velo.

El poeta elegante, el que ha encerrado
en sus sonoros versos
la luz de las pupilas de su amada
y el ritmo tembloroso de sus besos:

“Yo  —nos dijo— quisiera que la muerte
me sorprendiese ebrio
de amor y de champaña, de mi virgen
reclinado en el sino,
para tener como sudario digno
de amortajar mi cuerpo
la luminosa túnica de oro
que forman destrenzados sus cabellos.”

Rafael, el poeta del trabajo,
el Homero del pueblo,
Juvenal implacable del hipócrita,
y Amadís esforzado del progreso;
el que en estrofas que sangrientas brillan
igual que en el combate los aceros,
hizo del menestral un sacerdote
y del taller un templo.

Exclamó con voz ronca: “Desearía
sucumbir en la brecha, defendiendo
al débil contra el fuerte,  y contra el déspota
al oprimido pueblo.
¡Morir como un monarca, de mi sangre
en la púrpura envuelto!”

***

“¿Y tú?”, me preguntaron. Y yo inmóvil
permanecí en silencio,
contemplando las vírgenes desnudas
de los freescos del techo,
que ocultas entre el humo del tabaco,
las muertas esmeraldas de sus ojos
y las marchitas rosas de sus senos.

***

Callamos, y seguimos apurando
el opio del ajenjo,
hasta que al fin, de codos en la mesa,
nos quedamos durmiendo.

***

Soñé… como anhelaban, mis amigos
en la lid sucumbieron.

¡Cuánta gente cruzaba por las calles!
¡Qué solo iba el entierro!
¡Ni una virgen siquiera acompañaba
al funerario séquito,
formado de amarguras y pesares,
de burlas y desprecios!

¡Sólo detrás, aullando, le seguía
el vagabundo perro!

***

De pronto abrí los ojos, y dormidos
hallé a mis compañeros,
yo no sé si borrachos de amargura
o embriagados de ajenjo.
Y entrando por la abierta cristalera
un gran rayo de sol, con sus reflejos
como nimbos de oro, coronaba
la cabeza del perro,
que, tendido a las plantas de su amo,
diligente velaba nuestro sueño.